Lo más grave de esta realidad es que esas 1.400 familias que el año pasado perdieron su casa en Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nafarroa no son más que un dramático reflejo de una situación crítica. Y es más, son un terrible preludio para otras tantas personas -o, desgraciadamente, para muchas más- que a no ser que se fuerce una alternativa seguirán sus mismos pasos. Nadie puede plantear ya sin una gran dosis de cinismo que esa alternativa va a venir de la mano de Gordon Brown o de Dominique Strauss-Kahn. Pero tampoco de los diputados generales o del presidente navarro, responsables políticos de las cajas de ahorro que están ya subastando las viviendas arrebatadas el año pasado. No se puede obviar que quienes deberían garantizar el derecho a la vivienda son quienes justifican y amparan esta situación.
Ante esta situación, acusar a las centrales sindicales abertzales de «hacer política» y de convocar la huelga general por «razones extralaborales» es absolutamente obsceno. Más aún cuando quienes lo dicen son también sindicalistas vascos. Los mismos que hablan de diálogo social con empresarios y gobiernos, cuando todas las medidas adoptadas por esos estamentos han tenido como objetivo la salvaguarda de los intereses de los poderosos mientras sus víctimas quedaban desamparadas. Denunciar esta situación, intentar ponerle freno y ofrecer alternativas no es demagogia trasnochada. Es conciencia de clase, es compromiso ético y político frente a la desidia y la prevaricación. Es responsabilidad social y sí, responsabilidad política.
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